2013-03-25

DOMINGO DE RAMOS - CICLO C

Domingo de Ramos - Ciclo c

Citas:
Is 50,4-7:                                     www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9aggyjbr.htm     
Phil 2,6-11:                          www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ajjvpb.htm          
Lc 23,1-49:                           www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ab2ciw.htm     

El Domingo de Ramos nos introduce en la Semana Santa. Estamos por vivir los días más importantes del año litúrgico, estamos por celebrar el misterio Pascual que, por su densidad de significado, celebramos durante varios días.
En la primera Lectura contemplanos al “Siervo sufriente”, aquel que escuchó la Palabra de Dios y, a pesar de ser justo, acepta el sufrimiento como proyecto de Dios para él: la fe lo sostendrá en el momento de la prueba.
Desde siempre, la Iglesia ha interpretado esta figura como una anticipación profética de las vicisitudes de Jesús, el siervo del Padre que obedece lleno de amor y sirviendo en el sufrimiento nos redime y cumple el plan del Padre.
Es Jesús quien nos dirige a nosotros, y a este mundo desconfiado,  palabras de consuelo. Es Jesús quien sufre pero no se desespera, padece pero no esquiva el sufrimiento, continúa sin pararse, recorriendo la vía dolorosa.
Jesús nos enseña a no achicarnos ante la prueba. Ser discípulos significa escuchar la palabra que salva pero pide exponerse. Ser discípulos significa estar disponibles a la palabra, recibirla pero sabiendo también “llevarla”, estar dispuestos a exponerse por ella y a sufrir el rechazo. La aceptación del sufrimiento y la fe en Dios nos ayudan a prepararnos al gran Triduo pascual.
En la segunda lectura podemos descubrir el movimiento de la humillación-exaltación. El Verbo se hace carne, se abaja, asume nuestra naturaleza humana, es en todo semejante a nosotros con excepción del pecado, anuncia el Reino, mueve el centro de gravedad del mundo, cerrado a los ricos y a los poderosos. Jesús hace de los pobres y de los pecadores el centro de su anuncio y de su actuación. Obedece amorosamente al Padre y cumple su voluntad. “Humillándose”, despojándose a sí mismo, es exaltado por el Padre, que le da un nombre que está sobre todo nombre. El nombre indica autoridad, poder; la solidaridad de Jesús con todos lo hace llegar a ser punto de referencia universal, la única vía para la salvación.
Escuchando la Pasión según el Evangelio de Lucas, nos preparamos a revivir los acontecimientos de nuestra salvación. Escucharemos, contemplaremos la pasión con la que Jesús redime al mundo. Podremos detenernos a reflexionar acerca del término “pasión”.
Si por una parte nos recuerda el sufrimiento que padeció Jesús, por otra nos recuerda que este sufrimiento no es un sin sentido, no es absurdo, sino que fue vivido con “pasión” por nosotros, por amor al Padre, por amor nuestro Jesús vive la “pasión”.
Los relatos de la pasión ocupan una tercera parte de todos los evangelios, el gran anuncio del Reino de Dios es la introducción. Nos encontramos ante el trono de Jesús, que es la Cruz. Desde su trono el rey proclama su juicio, el perdón, y entra en su Reino con un pecador. La realeza de Cristo consiste en revelar el verdadero rostro del Padre, en proclamar la misericordia de Dios, en el actuar benévolo con los pecadores.
Todo está pronto para el espectáculo, el cortejo que está bajo la cruz comienza a gritar “¡sálvate a ti mismo!”. Es la lógica del mundo, de nuestra sociedad; salvarse a sí mismos. Jesús no evita la muerte y no nos evitará a nosotros la muerte: Jesús nos quita el miedo a morir, nos salva de la muerte eterna dándonos la vida. La muerte es donde todos temblamos y tenemos frío, donde todos nos sentimos solos, donde todos sentimos la tentación del olvido; allí Dios nos ofrece su amistad, la comunión y la vida eterna.
En nuestra reflexión podremos detenernos en una de la siete palabras de Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Séneca y Cicerón nos cuentan que los condenados a muerte gritaban y maldecían el día de su nacimiento: los espectadores esperaban esto. Quién sabe con qué acentos oían palabras de condena, blasfemias, gritos y lamentos horrorosos. Quién sabe con qué paciencia esperaban la prueba que habría desenmascarado a Jesús delante de todos: no sólo la crucifixión pública, sino también sus mismas palabras de acusación y de maldición... a él que todo lo había hecho bien, que predicaba el amor.
Todos esperaban escuchar cómo su fuerza de ánimo era derrotada por las heridas. Se quedarán desilusionados: no se oyó ningún grito, ninguna blasfemia, ninguna maldición, sino una oración amorosa y suave, palabras de perdón.
¿Por quién intercede Jesus? Por todos: por los soldados que lo abofetearon; por Pilatos, que lo vendió por diplomacia; por Herodes, que se burló de él; por todos, absolutamente por todos y de todos los tiempos. Jesús borra el pecado, intercede para que un pecado imperdonable –condenar y matar al Verbo hecho carne- se perdone a causa de la ignorancia. Cristo agonizante es todavía el buen pastor que trata de salvar a sus ovejas: “no saben lo que hacen”.
¿Sabemos nosotros? ¿Sabemos qué terrible es el pecado? ¿Sabemos cuánto amor hay en nuestra vida? ¿Sabemos cuántas gracias nos ha concedido el Señor? ¿Sabemos que fuimos rescatados a gran precio? ¿Sabemos lo valiosos que somos delante de Dios? Si lo supiéramos y continuáramos lejos de Cristo y de la Iglesia estaríamos perdidos. Pero en Cristo tenemos al sumo y eterno sacerdote que, de una vez por todas, se sacrificó por nosotros y continúa intercediendo por nosotros.

2013-03-17

V Domingo de Cuaresma - C

V Domingo de Cuaresma - C

Introducción: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

Los cristianos somos los que caminamos por esta tierra “fijos los ojos” en Jesús, nuestro único Maestro y Señor. Queremos seguir sus pasos y sus enseñanzas para encontrar la vida y felicidad que tanto anhelamos. Jesús ante la adúltera, ante los letrados y fariseos, nos brinda la bella lección de su postura ante los fallos de los demás. Siempre ofrece su perdón al pecador/a arrepentido/a. “Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho”.
Fray Manuel Santos Sánchez
Real Convento de Predicadores (Valencia)
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Citas:
Is 46,16-21:                     www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ayycfbk.htm    
Phil 3,8-14:                     www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ak0xkc.htm        
Io 8,1-11:                       www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abtnih.htm   
                  
El Evangelio del V Domingo de Cuaresma, tomado por Juan y por Lucas (aunque muchos estudiosos piensan que este pasaje forma parte de la tradición lucana, más bien que de la de Juan) de algún modo es, por su tema, continuación y complemento del evangelio del domingo pasado.
El episodio de la mujer adúltera se abre con la intención, por parte de escribas y fariseos, de procesar a Jesús. Estamos llegando a la Pascua y en los evangelios se multiplican, en Jerusalén, las críticas a Jesús, a su obra y a su enseñanza. Se trata de críticas que llevarán a la condena y a la muerte de Jesús.
El Señor se encuentra en el patio del templo, es decir, en el lugar más significativo y sagrado de la religión hebrea, donde Dios había manifestado su presencia desde siglos atrás. Se diría que la santidad del lugar hace más aguda y dramática la controversia entre Jesús y sus acusaodres, una controversia que se hace cada vez más teológica: ¿de qué parte está Jesús? ¿De parte de la ley de Moisés y, por tanto, de parte del Dios de Israel, o de parte de los enemigos y de los detractores de Dios?
La mujer adúltera que los escribas y fariseos ponen delante de Jesús mientras está enseñando a la multitud, es un pretexto: no tanto para confirmar una condena que, en el caso de un adulterio “in fraganti” era castigada con la pena capital según la ley de Moisés , como para llegar a condenar a Jesús.
Los escribas y fariseos le piden su parecer acerca de la interpretación de la ley mosaica. En realidad, le tienden una trampa a Jesús, en la cual, como otras veces, Él decide no entrar. No lo hace tanto por astucia diplomática, como por ir a la raíz de la cuestión que le ha sido propuesta. De este modo, Jesús revela su verdadera identidad: es Él, no los escribas y fariseos, el verdadero intérprete de la ley de Dios; Él es el verdadero templo de Dios, la verdadera y nueva presencia de Dios en medio de los hombres; es Él quien anula y renueva las situaciones humanas. Y lo hace con gestos y palabras.
Ante todo, Jesús escribe con el dedo en la tierra, un gesto extraño sobre el que se han hecho muchas conjeturas y que no es de fácil interpretación. En el evangelio de Lucas encontramos la expresión “si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (11,20). Jesús aparece aquí como el dedo de Dios, que había plasmado al hombre con el polvo del suelo y que ahora actúa en Jesús, que perdonando los pecados y derrotando al mal, devuelve al hombre la plena filiación divina.
En Es. 31,18 se dice que Dios le dio a Moisés las dos tablas del testimonio, escritas en piedra con el dedo de Dios. En Jesús la Ley de Dios ya no está escrita sobre tablas de piedra sino, como profetizó Jeremías (Jer 31,31-34), en el corazón del hombre como alianza nueva y definitiva. Otros exégetas se refieren a Jer 17,13 (“Cuando te abandonen serán avergonzados. Los que de ti se alejan serán escritos en tierra, porque abandonaron la fuente de aguas vivas”), para sostener –según una explicación tradicional de los Padres, desde Ambrosio a Agustín y Jerónimo- que Jesús habría escrito los pecados de los acusadores de la mujer y de todos los hombres. Esta última explicación se adapta mejor a lo que sigue en el relato, porque delante de Dios todos los hombres son culpables y los acusadores de la adúltera, con el gesto mudo y repetido de Jesús, leído a la luz de Jer 17, 13, son incluidos en esa condición y ayudados a tomar conciencia del propio pecado y de remitirse al juicio de Dios antes que al de los hombres.
 Las palabras de Jesús despejan cualquier duda sobre el sentido del episodio, partiendo de la primera sentencia que desafía los siglos y los milenios y que continuamente es citada, también en la vida cotidiana de nuestra gente, porque está sedimentada en el pueblo  cristiano: “Quien esté sin pecado, tírele la primera piedra”. Esta sentencia, junto a otra similar de Jeús en Mt 7, 3.5 (“¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que hay en el tuyo? ¡Hipócrita!, quita primer la viga de tu ojo y después quitarás la paja del ojo de tu hermano”), no condena solamente toda hipocresía, o sea, toda presunta “justicia” fruto de las obras humanas, sino que impide a cada uno, en cuanto pecador que es, arrogarse el derecho de juzgar a otro pecador, porque esta clase de juicio le corresponde solo a Dios.
Que Jesús da en el clavo resulta evidente, por el hecho de que todos entienden la lección y se marchan “comenzando por los más viejos”, como subraya el evangelista con una dosis de ironía.
Llegados a este punto, la controversia con los escribas y fariseos se puede dar por concluida, pero el episodio tiene otra conclusión, preparada por el apelativo, “Mujer”, con el que Jesús se dirige a la adúltera, que ha quedado a solas con el Señor (“relicti sunt duo, misera et misericordia”, comenta grandiosamente San Agustín). Es el mismo apelativo con el que Jesús se dirige a su Madre en Caná y al pie de la Cruz. Jesús reintegra a la pecadora y la reconduce a su dignidad de “mujer”, es decir, de imagen de Dios, como el domingo pasado lo hacía el padre corriendo al encuentro del hijo menor. Jesús no le pregunta nada sobre su pasado, no hace averiguaciones, sino que pronuncia su sentencia de absolución, con la soberanía de quien conoce y encarna la misericrdia de Dios. Cualquier pecado que haya cometido la mujer, ya no cuenta más.
Jesús le revela a cada uno lo que verdaderamente somos: tú eres un hijo de Dios; tú eres más grande que tu pecado. Así nos mira Dios a cada uno: “el hombre ve la apariencia, pero el Señor ve el corazón” (1Sam 16,7), y el corazón del hombre, aunque pueda empantanarse en las miserias y pecados de la vida, está hecho para el misterio de Dios, para la belleza, para el amor y para la verdad. La mirada de Dios es una mirada de vida, no de muerte; es una mirada hacia el futuro, no hacia el pasado; es una mirada de misericordia, no de condena.
 Aquella mujer comienza un camino nuevo: “Vete y no peques más”, le dice Jesús. Comenta San Agustín: “El Señor ha condenado el pecado, no a la mujer”. La misericordia de Dios es abrazo al pecador para que se convierta y viva, no es un abrazo al pecado, que lleva a la muerte. Aquí está la originalidad y la alegría del Evangelio respecto a la cultura actual, que continuamente oscila entre libertinismo y justicialismo, entre el buenismo y el rigorismo. Jesús no es ni un relativista, para el que el bien y el mal son la misma cosa, ni un moralista que condena y humilla. Jesús condena sin tregua el pecado, pero ama sin tregua al pecador.
El camino cuaresmal revela que la conversión de nuestro pecado es posible, solo con la condición de que redescubramos y acojamos el amor obstinado y fiel de Dios por nosotros.