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2013-03-17

V Domingo de Cuaresma - C

V Domingo de Cuaresma - C

Introducción: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

Los cristianos somos los que caminamos por esta tierra “fijos los ojos” en Jesús, nuestro único Maestro y Señor. Queremos seguir sus pasos y sus enseñanzas para encontrar la vida y felicidad que tanto anhelamos. Jesús ante la adúltera, ante los letrados y fariseos, nos brinda la bella lección de su postura ante los fallos de los demás. Siempre ofrece su perdón al pecador/a arrepentido/a. “Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho”.
Fray Manuel Santos Sánchez
Real Convento de Predicadores (Valencia)
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Citas:
Is 46,16-21:                     www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ayycfbk.htm    
Phil 3,8-14:                     www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ak0xkc.htm        
Io 8,1-11:                       www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abtnih.htm   
                  
El Evangelio del V Domingo de Cuaresma, tomado por Juan y por Lucas (aunque muchos estudiosos piensan que este pasaje forma parte de la tradición lucana, más bien que de la de Juan) de algún modo es, por su tema, continuación y complemento del evangelio del domingo pasado.
El episodio de la mujer adúltera se abre con la intención, por parte de escribas y fariseos, de procesar a Jesús. Estamos llegando a la Pascua y en los evangelios se multiplican, en Jerusalén, las críticas a Jesús, a su obra y a su enseñanza. Se trata de críticas que llevarán a la condena y a la muerte de Jesús.
El Señor se encuentra en el patio del templo, es decir, en el lugar más significativo y sagrado de la religión hebrea, donde Dios había manifestado su presencia desde siglos atrás. Se diría que la santidad del lugar hace más aguda y dramática la controversia entre Jesús y sus acusaodres, una controversia que se hace cada vez más teológica: ¿de qué parte está Jesús? ¿De parte de la ley de Moisés y, por tanto, de parte del Dios de Israel, o de parte de los enemigos y de los detractores de Dios?
La mujer adúltera que los escribas y fariseos ponen delante de Jesús mientras está enseñando a la multitud, es un pretexto: no tanto para confirmar una condena que, en el caso de un adulterio “in fraganti” era castigada con la pena capital según la ley de Moisés , como para llegar a condenar a Jesús.
Los escribas y fariseos le piden su parecer acerca de la interpretación de la ley mosaica. En realidad, le tienden una trampa a Jesús, en la cual, como otras veces, Él decide no entrar. No lo hace tanto por astucia diplomática, como por ir a la raíz de la cuestión que le ha sido propuesta. De este modo, Jesús revela su verdadera identidad: es Él, no los escribas y fariseos, el verdadero intérprete de la ley de Dios; Él es el verdadero templo de Dios, la verdadera y nueva presencia de Dios en medio de los hombres; es Él quien anula y renueva las situaciones humanas. Y lo hace con gestos y palabras.
Ante todo, Jesús escribe con el dedo en la tierra, un gesto extraño sobre el que se han hecho muchas conjeturas y que no es de fácil interpretación. En el evangelio de Lucas encontramos la expresión “si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (11,20). Jesús aparece aquí como el dedo de Dios, que había plasmado al hombre con el polvo del suelo y que ahora actúa en Jesús, que perdonando los pecados y derrotando al mal, devuelve al hombre la plena filiación divina.
En Es. 31,18 se dice que Dios le dio a Moisés las dos tablas del testimonio, escritas en piedra con el dedo de Dios. En Jesús la Ley de Dios ya no está escrita sobre tablas de piedra sino, como profetizó Jeremías (Jer 31,31-34), en el corazón del hombre como alianza nueva y definitiva. Otros exégetas se refieren a Jer 17,13 (“Cuando te abandonen serán avergonzados. Los que de ti se alejan serán escritos en tierra, porque abandonaron la fuente de aguas vivas”), para sostener –según una explicación tradicional de los Padres, desde Ambrosio a Agustín y Jerónimo- que Jesús habría escrito los pecados de los acusadores de la mujer y de todos los hombres. Esta última explicación se adapta mejor a lo que sigue en el relato, porque delante de Dios todos los hombres son culpables y los acusadores de la adúltera, con el gesto mudo y repetido de Jesús, leído a la luz de Jer 17, 13, son incluidos en esa condición y ayudados a tomar conciencia del propio pecado y de remitirse al juicio de Dios antes que al de los hombres.
 Las palabras de Jesús despejan cualquier duda sobre el sentido del episodio, partiendo de la primera sentencia que desafía los siglos y los milenios y que continuamente es citada, también en la vida cotidiana de nuestra gente, porque está sedimentada en el pueblo  cristiano: “Quien esté sin pecado, tírele la primera piedra”. Esta sentencia, junto a otra similar de Jeús en Mt 7, 3.5 (“¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que hay en el tuyo? ¡Hipócrita!, quita primer la viga de tu ojo y después quitarás la paja del ojo de tu hermano”), no condena solamente toda hipocresía, o sea, toda presunta “justicia” fruto de las obras humanas, sino que impide a cada uno, en cuanto pecador que es, arrogarse el derecho de juzgar a otro pecador, porque esta clase de juicio le corresponde solo a Dios.
Que Jesús da en el clavo resulta evidente, por el hecho de que todos entienden la lección y se marchan “comenzando por los más viejos”, como subraya el evangelista con una dosis de ironía.
Llegados a este punto, la controversia con los escribas y fariseos se puede dar por concluida, pero el episodio tiene otra conclusión, preparada por el apelativo, “Mujer”, con el que Jesús se dirige a la adúltera, que ha quedado a solas con el Señor (“relicti sunt duo, misera et misericordia”, comenta grandiosamente San Agustín). Es el mismo apelativo con el que Jesús se dirige a su Madre en Caná y al pie de la Cruz. Jesús reintegra a la pecadora y la reconduce a su dignidad de “mujer”, es decir, de imagen de Dios, como el domingo pasado lo hacía el padre corriendo al encuentro del hijo menor. Jesús no le pregunta nada sobre su pasado, no hace averiguaciones, sino que pronuncia su sentencia de absolución, con la soberanía de quien conoce y encarna la misericrdia de Dios. Cualquier pecado que haya cometido la mujer, ya no cuenta más.
Jesús le revela a cada uno lo que verdaderamente somos: tú eres un hijo de Dios; tú eres más grande que tu pecado. Así nos mira Dios a cada uno: “el hombre ve la apariencia, pero el Señor ve el corazón” (1Sam 16,7), y el corazón del hombre, aunque pueda empantanarse en las miserias y pecados de la vida, está hecho para el misterio de Dios, para la belleza, para el amor y para la verdad. La mirada de Dios es una mirada de vida, no de muerte; es una mirada hacia el futuro, no hacia el pasado; es una mirada de misericordia, no de condena.
 Aquella mujer comienza un camino nuevo: “Vete y no peques más”, le dice Jesús. Comenta San Agustín: “El Señor ha condenado el pecado, no a la mujer”. La misericordia de Dios es abrazo al pecador para que se convierta y viva, no es un abrazo al pecado, que lleva a la muerte. Aquí está la originalidad y la alegría del Evangelio respecto a la cultura actual, que continuamente oscila entre libertinismo y justicialismo, entre el buenismo y el rigorismo. Jesús no es ni un relativista, para el que el bien y el mal son la misma cosa, ni un moralista que condena y humilla. Jesús condena sin tregua el pecado, pero ama sin tregua al pecador.
El camino cuaresmal revela que la conversión de nuestro pecado es posible, solo con la condición de que redescubramos y acojamos el amor obstinado y fiel de Dios por nosotros.

2011-11-27

MENSAJE DE ADVIENTO, CARD. MAURO PIACENZA

MeNSAJE
del prefeCto de la congregaCIÓN PARA EL clero,
cardENAL Mauro piacenza,
CON OCASIÓN DEL ADVIENTO 2011

Reverendos y queridos Sacerdotes:

En este especial Tiempo de gracia, María Santísima, Icono y Modelo de la Iglesia, quiere introducirnos en la actitud permanente de su Corazón Inmaculado: la vigilancia.
La Santísima Virgen vivió constantemente en vigilancia orante. En vigilia recibió el Anuncio que ha cambiado la historia de la humanidad. En vigilia cuidó y contempló, más y antes que cualquier otro, al Altísimo que se hacía Hijo suyo. Vigilante y llena de asombro amoroso y agradecido, dio a luz a la misma Luz y, junto a San José, se hizo discípula de Aquel que de Ella había nacido; que había sido adorado por los pastores y los sabios; que fue acogido por el anciano Simeón exultante y por la profetisa Ana; temido por los doctores del Templo, amado y seguido por los discípulos, hostigado y condenado por su pueblo. Vigilando en su Corazón materno, María siguió a Jesucristo hasta el pie de la Cruz y, con el inmenso dolor de Corazón traspasado, nos acogió como sus nuevos hijos. Velando, la Virgen esperó con certeza la Resurrección y fue llevada al Cielo.
Amigos muy queridos: ¡Cristo vela incesantemente sobre su Iglesia y sobre cada uno de nosotros! Y la vigilancia en la cual nos llama a entrar, es la apasionada mirada de la realidad, que se mueve entre dos directrices fundamentales: la memoria de todo lo sucedido en nuestra vida al encontrarnos con Cristo y con el gran misterio de ser sus sacerdotes, y la apertura a la “categoría de la posibilidad”.
La Virgen María “hacía memoria”, es decir, revivía continuamente en su corazón todo lo que Dios había obrado en Ella y, teniendo certeza de esta realidad, realizaba su tarea de ser la Madre del Altísimo. El Corazón Inmaculado de la Virgen estaba constantemente disponible y abierto a “lo posible”, es decir, a concretar la amorosa Voluntad de Dios tanto en las circunstancias cotidianas como en las más inesperadas. También hoy, desde el Cielo, María Santísima nos custodia en la memoria viva de Cristo y nos abre continuamente a la posibilidad de la divina Misericordia.
Pidámosle a Ella, queridos Hermanos y Amigos, un corazón capaz de revivir el Adviento de Cristo en nuestra vida; capaz de contemplar el modo en el cual el Hijo de Dios, el día de nuestra Ordenación, marcó radical y definitivamente toda nuestra existencia sumergiéndola en su Corazón sacerdotal. Que Él nos renueve cada día en la Celebración Eucarística, que es transfiguración de nuestra misma vida en el Adviento de Cristo por la humanidad. Pidamos, en fin, un corazón atento para reconocer los signos del Adviento de Jersús en la vida de cada hombre y, en particular, entre los jóvenes que se nos confían: que sepamos discernir los signos de ese especialísimo Adviento, que es la Vocación al sacerdocio.
La Santísima Virgen María, Madre de los sacerdotes y Reina de los Apóstoles, nos obtenga, a cuantos humildemente la pidamos, la paternidad espiritual, la única capaz de “acompañar” a los jóvenes en el alegre y entusiasmante camino del seguimiento.
En el “sí” de la Anunciación, somos animados a vivir en coherencia con el “sí” de nuestra ordenación; en la Visitación a Santa Isabel, somos animados a vivir en la intimidad divina para llevar su presencia a otros y para traducirla en un gozoso servicio, sin límites de tiempo y de lugar. Contemplando a la Santísima Madre adorando al Niño Jesús envuelto en pañales, aprendemos a tratar con amor inefable la Santísima Eucaristía. Conservando todo acontecimiento en el propio corazón, aprendemos de María a concentrarnos en torno al Único Necesario.
Con estos sentimientos les aseguro a todos, queridos sacerdotes esparcidos por el mundo, un especial recuerdo en la celebración de los Santos Misterios y pido a cada uno sostenerme en su oración para cumplir el ministerio que se me ha confiado. ¡Pidamos, delante del pesebre, que cada día podamos ser aquello que somos!

2011-10-31

CONMEMORACION DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS [2011]

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS [2011]

Principio del formulario

El mes de noviembre tiene un tono espiritual particular, por los dos días con los que se abre: la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos. El misterio de la comunión de los santos ilumina especialmente este tiempo y toda la parte final del año litúrgico, orientando la meditación sobre el destino eterno del hombre a la luz de la Pascua de Cristo.
En ella se fundamenta la esperanza que, como dice San Pablo en la segunda lectura,"no defrauda” (Rom, 5, 5). Esta celebración de hoy, sublima la fe y expresa sentimientos profundamente grabados en el alma humana. La gran familia de la Iglesia vive en estos días un tiempo de gracia, y lo vive según su vocación: reuniéndose alrededor del Señor en la oración y ofreciendo su sacrificio redentor como sufragio por las almas de los fieles difuntos.
La conmemoración de todos los difuntos es una invitación, para cada uno, a no dormirse, a no llevar una vida dominada por la mediocridad. La conciencia de que “la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios” (Rom 8,19) amplía todos los horizontes humanos. La fe de la Iglesia nos llama "a no recaer en el temor" (Rom. 8,15), recordando que no hemos recibido un espíritu de esclavitud, sino de hijos adoptivos (Rom. 8, 15). La liturgia de hoy nos convoca, pues, a dirigirnos hacia aquella promesa de plenitud de vida por la cual a nosotros, pobres criaturas, se nos da poder afirmar con certeza y maravillosamente: “lo veré, yo mismo; mis ojos lo contemplarán” (Job 1, 27ª).
 Hay un contraste entre lo que aparece a la mirada humana y lo que, en cambio, ven los ojos de Dios. Por esto el profeta Isaías puede afirmar que es necesario que sea retirado “el manto que recubre todas las naciones” (Is 25, 7). El mundo tiene por dichoso al hombre que vive mucho tiempo y en la prosperidad, y entre los hombres adquieren prestigio los sabios, los doctos, los poderosos. Para Dios son otros los llamados “bienaventurados”. Hay dos dimensiones de la realidad: una más profunda, verdadera y eterna, y otra marcada por la finitud, por la provisionalidad y por la apariencia. Es importante subrayar que estas dos dimensiones no tienen una simple sucesión temporal, como si la verdadera vida comenzara sólo “después” de la muerte. En realidad, la “verdadera vida”, la vida eterna, empieza ya “ahora”, en este mundo, aun dentro de la precariedad de los acontecimientos: la vida eterna se abre desde ahora, en la medida en que se está abierto al misterio de Dios y se lo recibe. De aquí que podamos cantar con el salmista: “estoy seguro de que contemplaré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes” (Sal 27, 13). Y de poder “habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida para contemplar la belleza del Señor” (Sal 27, 4).
Dios es la verdadera sabiduría que no envejece, la auténtica riqueza que no se corrompe, es la felicidad a la cual aspira el corazón de todo hombre. Esta verdad, presente en los Libros sapienciales de las lecturas de hoy y que reaperece en el Nuevo Testamento, encuentra su cumplimiento en la existencia y en la enseñanza de Jesús.
            En el horizonte de la sabiduría del Evangelio, la muerte misma es portadora de una saludable enseñanza, puesto que nos lleva a mirar, sin filtros, la realidad. Nos empuja a reconocer la caducidad, de lo que se presenta como grande y fuerte a los ojos del mundo. Cara a la muerte pierde interés todo motivo de orgullo humano y resalta, en cambio, lo que realmente importa. Todo lo de aquí abajo termina; todos estamos de paso en este mundo. Sólo Dios tiene la vida en sí mismo. Él es la vida.
La nuestra es una vida participada, que nos ha sido dada por Otro. Por esto, un hombre puede llegar a la vida eterna sólo mediante la particular relación que el Creador ha establecido con él. Dios, aunque ve el alejamiento del hombre, no ha interrumpido la relación inicada: más bien, ha querido dar un paso más y ha creado una nueva relación, de la que nos habla la segunda lectura: “mientras aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5, 8).
Si Dios –escribe San Juan- nos ama tan gratuitamente que llega a desear que no se pierda nada de lo que Él confió a su Hijo (cfr. Jn 6, 39), también nosotros podemos, y debemos, dejarnos involucrar en este movimiento oblativo y hacer de nosotros mismos un don gratuito a Dios. De este modo conocemos a Dios, como somos conocidos por Él; de este modo permanecemos en Él como Él ha querido permanecer en nosotros y pasamos de la muerte a la vida (cfr. 1 Jn 3, 14), como Jesucristo, que ha derrotado a la muerte con su resurrección, gracias al poder glorioso del amor del Padre celestial.
Unámonos en oración y elevémosla al Padre de toda bondad y misericordia, para que, por intercesión de María Santísima, Nuestra Señora del Sufragio, el encuentro con el fuego de su amor purifique rápidamente a todos los fieles difuntos de toda imperfección y los transforme para alabanza de su gloria. Y recemos para que nosotros, peregrinos sobre la tierra, mantengamos siempre orientados nuestra vista y  y nuestro corazón hacia la última meta anhelada: la casa del Padre, el Cielo.