Domingo de Ramos - Ciclo c
Citas:
El Domingo de Ramos nos introduce en la Semana Santa. Estamos por vivir los días más importantes del año litúrgico, estamos por celebrar el misterio Pascual que, por su densidad de significado, celebramos durante varios días.
En la primera Lectura contemplanos al “Siervo sufriente”, aquel que escuchó la Palabra de Dios y, a pesar de ser justo, acepta el sufrimiento como proyecto de Dios para él: la fe lo sostendrá en el momento de la prueba.
Desde siempre, la Iglesia ha interpretado esta figura como una anticipación profética de las vicisitudes de Jesús, el siervo del Padre que obedece lleno de amor y sirviendo en el sufrimiento nos redime y cumple el plan del Padre.
Es Jesús quien nos dirige a nosotros, y a este mundo desconfiado, palabras de consuelo. Es Jesús quien sufre pero no se desespera, padece pero no esquiva el sufrimiento, continúa sin pararse, recorriendo la vía dolorosa.
Jesús nos enseña a no achicarnos ante la prueba. Ser discípulos significa escuchar la palabra que salva pero pide exponerse. Ser discípulos significa estar disponibles a la palabra, recibirla pero sabiendo también “llevarla”, estar dispuestos a exponerse por ella y a sufrir el rechazo. La aceptación del sufrimiento y la fe en Dios nos ayudan a prepararnos al gran Triduo pascual.
En la segunda lectura podemos descubrir el movimiento de la humillación-exaltación. El Verbo se hace carne, se abaja, asume nuestra naturaleza humana, es en todo semejante a nosotros con excepción del pecado, anuncia el Reino, mueve el centro de gravedad del mundo, cerrado a los ricos y a los poderosos. Jesús hace de los pobres y de los pecadores el centro de su anuncio y de su actuación. Obedece amorosamente al Padre y cumple su voluntad. “Humillándose”, despojándose a sí mismo, es exaltado por el Padre, que le da un nombre que está sobre todo nombre. El nombre indica autoridad, poder; la solidaridad de Jesús con todos lo hace llegar a ser punto de referencia universal, la única vía para la salvación.
Escuchando la Pasión según el Evangelio de Lucas, nos preparamos a revivir los acontecimientos de nuestra salvación. Escucharemos, contemplaremos la pasión con la que Jesús redime al mundo. Podremos detenernos a reflexionar acerca del término “pasión”.
Si por una parte nos recuerda el sufrimiento que padeció Jesús, por otra nos recuerda que este sufrimiento no es un sin sentido, no es absurdo, sino que fue vivido con “pasión” por nosotros, por amor al Padre, por amor nuestro Jesús vive la “pasión”.
Los relatos de la pasión ocupan una tercera parte de todos los evangelios, el gran anuncio del Reino de Dios es la introducción. Nos encontramos ante el trono de Jesús, que es la Cruz. Desde su trono el rey proclama su juicio, el perdón, y entra en su Reino con un pecador. La realeza de Cristo consiste en revelar el verdadero rostro del Padre, en proclamar la misericordia de Dios, en el actuar benévolo con los pecadores.
Todo está pronto para el espectáculo, el cortejo que está bajo la cruz comienza a gritar “¡sálvate a ti mismo!”. Es la lógica del mundo, de nuestra sociedad; salvarse a sí mismos. Jesús no evita la muerte y no nos evitará a nosotros la muerte: Jesús nos quita el miedo a morir, nos salva de la muerte eterna dándonos la vida. La muerte es donde todos temblamos y tenemos frío, donde todos nos sentimos solos, donde todos sentimos la tentación del olvido; allí Dios nos ofrece su amistad, la comunión y la vida eterna.
En nuestra reflexión podremos detenernos en una de la siete palabras de Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Séneca y Cicerón nos cuentan que los condenados a muerte gritaban y maldecían el día de su nacimiento: los espectadores esperaban esto. Quién sabe con qué acentos oían palabras de condena, blasfemias, gritos y lamentos horrorosos. Quién sabe con qué paciencia esperaban la prueba que habría desenmascarado a Jesús delante de todos: no sólo la crucifixión pública, sino también sus mismas palabras de acusación y de maldición... a él que todo lo había hecho bien, que predicaba el amor.
Todos esperaban escuchar cómo su fuerza de ánimo era derrotada por las heridas. Se quedarán desilusionados: no se oyó ningún grito, ninguna blasfemia, ninguna maldición, sino una oración amorosa y suave, palabras de perdón.
¿Por quién intercede Jesus? Por todos: por los soldados que lo abofetearon; por Pilatos, que lo vendió por diplomacia; por Herodes, que se burló de él; por todos, absolutamente por todos y de todos los tiempos. Jesús borra el pecado, intercede para que un pecado imperdonable –condenar y matar al Verbo hecho carne- se perdone a causa de la ignorancia. Cristo agonizante es todavía el buen pastor que trata de salvar a sus ovejas: “no saben lo que hacen”.
¿Sabemos nosotros? ¿Sabemos qué terrible es el pecado? ¿Sabemos cuánto amor hay en nuestra vida? ¿Sabemos cuántas gracias nos ha concedido el Señor? ¿Sabemos que fuimos rescatados a gran precio? ¿Sabemos lo valiosos que somos delante de Dios? Si lo supiéramos y continuáramos lejos de Cristo y de la Iglesia estaríamos perdidos. Pero en Cristo tenemos al sumo y eterno sacerdote que, de una vez por todas, se sacrificó por nosotros y continúa intercediendo por nosotros.
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