POR LA RECONCILIACIÓN A LA PAZ
Reflexiones Cuaresmales 2010
3° Domingo de Cuaresma
INTRODUCCIÓN.
En el segundo tema reflexionamos, a la luz de la experiencia de la Transfiguración de Jesús, sobre nuestra responsabilidad de trabajar para que nuestro mundo, invadido por la desesperación ante la violencia y la inseguridad, se vaya transfigurando en pacífico. Hoy profundizaremos en la oportunidad que Cristo nos da de convertirnos. Él, que es la misericordia del Padre, sigue esperando que demos frutos de conversión. Como buen jardinero, Jesús nos tiene paciencia y sigue trabajando en nuestro corazón para que reconozcamos nuestros pecados, nuestra responsabilidad en la injusticia, desigualdad, violencia, etc., existentes en nuestro país. Quiere que demos frutos de hermandad, que garanticen la paz y la reconciliación.
NUESTRA SITUACIÓN: LA VIDA DE NUESTRO PUEBLO SE VA SECANDO.
En su Exhortación Pastoral sobre la misión de la Iglesia en la construcción de la paz, los Obispos de México reconocen nuestra identidad: «Somos un pueblo de tradiciones con profundas raíces cristianas, amante de la paz, solidario, que sabe encontrar en medio de las situaciones difíciles razones para la esperanza y la alegría y lo expresa en su gusto por la fiesta, por la convivencia y en el gran valor que da a la vida familiar» (No. 8).
Pero también señalan situaciones que se están viviendo en nuestro país, y que van en crecimiento acelerado, lo que propicia que nuestro modo de ser se vaya secando.
Reflexiones Cuaresmales 2010
3° Domingo de Cuaresma
INTRODUCCIÓN.
En el segundo tema reflexionamos, a la luz de la experiencia de la Transfiguración de Jesús, sobre nuestra responsabilidad de trabajar para que nuestro mundo, invadido por la desesperación ante la violencia y la inseguridad, se vaya transfigurando en pacífico. Hoy profundizaremos en la oportunidad que Cristo nos da de convertirnos. Él, que es la misericordia del Padre, sigue esperando que demos frutos de conversión. Como buen jardinero, Jesús nos tiene paciencia y sigue trabajando en nuestro corazón para que reconozcamos nuestros pecados, nuestra responsabilidad en la injusticia, desigualdad, violencia, etc., existentes en nuestro país. Quiere que demos frutos de hermandad, que garanticen la paz y la reconciliación.
NUESTRA SITUACIÓN: LA VIDA DE NUESTRO PUEBLO SE VA SECANDO.
En su Exhortación Pastoral sobre la misión de la Iglesia en la construcción de la paz, los Obispos de México reconocen nuestra identidad: «Somos un pueblo de tradiciones con profundas raíces cristianas, amante de la paz, solidario, que sabe encontrar en medio de las situaciones difíciles razones para la esperanza y la alegría y lo expresa en su gusto por la fiesta, por la convivencia y en el gran valor que da a la vida familiar» (No. 8).
Pero también señalan situaciones que se están viviendo en nuestro país, y que van en crecimiento acelerado, lo que propicia que nuestro modo de ser se vaya secando.
¿Cuáles son esas situaciones? Las describen con dolor y las presentan como desafío para la Iglesia: «Nos duele profundamente la sangre que se ha derramado: la de los niños abortados, la de las mujeres asesinadas; la angustia de las víctimas de secuestros, asaltos y extorsiones; las pérdidas de quienes han caído en la confrontación entre las bandas, que han muerto enfrentando el poder criminal de la delincuencia organizada o han sido ejecutados con crueldad y frialdad inhumana. Nos interpela el dolor y la angustia, la incertidumbre y el miedo de tantas personas y lamentamos los excesos, en algunos casos, en la persecución de los delincuentes. Nos preocupa además, que de la indignación y el coraje natural, brote en el corazón de muchos mexicanos la rabia, el odio, el rencor, el deseo de venganza y de justicia por propia mano» (No. 4).
Estas situaciones van secando los valores propios de nuestro pueblo. En lugar de tener una vida frondosa, llena de frutos de justicia y hermandad, México se está yendo poco a poco a la muerte; y no es castigo de Dios, como muchas personas piensan y sostienen. Lo que sucede es consecuencia de la injusticia estructural; pero también tiene su raíz en el corazón de las personas. Se va secando el corazón de muchos bautizados y, más bien, se va llenando de egoísmo, indiferencia, odio, rencor, deseos de venganza, etc. O también sucede que muchos pasamos indiferentes frente a lo que sucede, nos desentendemos.
Hagamos un examen de conciencia acerca de lo que estamos haciendo para propiciar o para evitar estas situaciones. Después de cada pregunta guardamos un momento de silencio para revisarnos: ¿Tengo auténtico amor a mi prójimo, o abuso de mis hermanos utilizándolos para mis fines? ¿He contribuido, en el seno de mi familia y de mi comunidad, al bien común y a la alegría de los demás? ¿Defiendo a los oprimidos, ayudo a los que viven en la miseria, estoy junto a los débiles, o, por el contrario, he despreciado a mis prójimos, sobre todo a los pobres, débiles, ancianos, extranjeros y personas de otras razas y religiones? ¿He tratado de remediar las necesidades del mundo? ¿Me preocupo por el bien y la prosperidad de la comunidad humana en que vivo o me paso la vida preocupado de mí mismo? ¿Participo, según mis posibilidades, en la promoción de la justicia, la honestidad de las costumbres, la concordia y la caridad? Si alguien me ha injuriado, ¿me he mostrado dispuesto a la paz y a conceder, por el amor de Cristo, el perdón, o mantengo deseos de odio y venganza?
Este examen de conciencia nos prepara y nos ayudará, si así lo necesitamos, a vivir luego el sacramento de la reconciliación.
JESÚS INTERCEDE POR EL PUEBLO.
Después de su Transfiguración, Jesús continúa con su servicio al Reino, anunciándolo y haciéndolo presente con sus palabras y sus hechos (Lc 13, 1-9). Ahora se dirige hacia Jerusalén, camino que no dejará hasta encontrarse con la cruz. En ese camino le informan de dos situaciones violentas: la matanza de unos galileos a manos de Herodes y la muerte de 18 personas bajo los escombros de una torre. Ante estas noticias, trágicas como las de hoy, Jesús revela que Dios no es vengativo sino misericordioso.
El pueblo de Israel fue comparado muchas veces con una higuera. Israel tenía que dar los frutos de la hermandad, pues ese fue su compromiso con Dios en la antigua Alianza. Pero Dios, que aparece como el dueño que quiere recoger los frutos de la higuera, no los encuentra, porque se ha roto la hermandad entre los miembros de su pueblo: ha crecido la injusticia, el pobre ha sido olvidado, la violencia está a la orden del día y muchas otras situaciones. Piensa en cortar la higuera para que no siga chupándole inútilmente la vida a la tierra. El viñador aparece como intercesor de su pueblo; tenemos que pensar que se trata de Jesús, que le pide otra oportunidad para aflojar la tierra, abonarla y regarla, con la esperanza de que sí dé sus frutos.
Lo que en el fondo está expresando Jesús es que Dios nos da otra oportunidad para cambiar de vida. Si no nos arrepentimos, si no nos convertimos a Dios y su proyecto de vida digna para todas las personas, vendrá la muerte definitiva, la muerte eterna. Jesús intercede por nosotros. En esta Cuaresma quiere trabajar en nuestro corazón para ablandarlo, para abonarlo con su Palabra de vida, para regarlo con los sacramentos, especialmente la Reconciliación y la Eucaristía. Esto lo hace con la esperanza de que demos los frutos de paz y reconciliación en nuestros días.
Así nos lo señalan nuestros Obispos, cuando expresan: «Acoger el don del perdón que Dios nos ofrece de manera gratuita en su Hijo Jesucristo, nos dispone a la reconciliación, es decir, a establecer nuevamente relaciones saludables con el mismo Dios, con los demás, con el entorno y consigo mismo. De esta experiencia nace la moción natural a reparar, en la medida de lo posible, el daño causado; sin embargo, nada que uno pueda hacer se equipara con la altura, anchura y profundidad del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo (Cf. Ef 3,18-19). Reconciliados con Dios y con el prójimo, los discípulos somos mensajeros y constructores de paz y, por tanto, partícipes del Reino de Dios (Cf. Mt 5,9» (No. 155).
Estos son los frutos que Dios espera de nuestra comunidad.
NUESTRO COMPROMISO: CONVERTIRNOS PARA DAR FRUTOS DE PAZ Y RECONCILIACIÓN.
Los Obispos de nuestro país nos recuerdan que el cumplimiento de la misión que tenemos desde el Bautismo nos tiene que llevar a dar frutos duraderos: «Los discípulos de Jesucristo no podemos olvidar la finalidad de la misión que nos ha sido confiada: «los he destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca» (Jn 15,14)» (No. 157).
Dos de los frutos que se esperan de los discípulos de Jesús, frutos que son signos de que estamos en proceso de conversión hoy, son la reconciliación y la construcción de la paz: «La misión apostólica que el Señor nos ha confiado comienza con el anuncio de la paz: «cuando entren a una casa, digan primero: paz a esta casa» (Lc 10,5-6). Este saludo, que tiene su origen en el «shalom» de los judíos, tiene un significado muy profundo que no tiene su fuerza en la ausencia de conflictos sino en la presencia de Dios con nosotros, augurio y bendición, deseo de armonía, de integridad, de realización, de unidad y bienestar. Este saludo, conservado en la liturgia, implica asumir el compromiso de recorrer el camino que lleva a la restauración de la armonía en las relaciones entre los hombres y con Dios. En este camino se asocia el perdón que pedimos a Dios con el que damos a los hermanos (Cf. Mt 6,12)» (No. 158).
Trabajar por la construcción de la paz, lleva a conseguir el bien común, a vivir en la verdad, a lograr la justicia y a experimentar la libertad a lo interno de las familias, en las comunidades y en la sociedad. No debemos permitir que se siga secando la vida de nuestro país, ni que la paz y la reconciliación estén ausentes.
Estas situaciones van secando los valores propios de nuestro pueblo. En lugar de tener una vida frondosa, llena de frutos de justicia y hermandad, México se está yendo poco a poco a la muerte; y no es castigo de Dios, como muchas personas piensan y sostienen. Lo que sucede es consecuencia de la injusticia estructural; pero también tiene su raíz en el corazón de las personas. Se va secando el corazón de muchos bautizados y, más bien, se va llenando de egoísmo, indiferencia, odio, rencor, deseos de venganza, etc. O también sucede que muchos pasamos indiferentes frente a lo que sucede, nos desentendemos.
Hagamos un examen de conciencia acerca de lo que estamos haciendo para propiciar o para evitar estas situaciones. Después de cada pregunta guardamos un momento de silencio para revisarnos: ¿Tengo auténtico amor a mi prójimo, o abuso de mis hermanos utilizándolos para mis fines? ¿He contribuido, en el seno de mi familia y de mi comunidad, al bien común y a la alegría de los demás? ¿Defiendo a los oprimidos, ayudo a los que viven en la miseria, estoy junto a los débiles, o, por el contrario, he despreciado a mis prójimos, sobre todo a los pobres, débiles, ancianos, extranjeros y personas de otras razas y religiones? ¿He tratado de remediar las necesidades del mundo? ¿Me preocupo por el bien y la prosperidad de la comunidad humana en que vivo o me paso la vida preocupado de mí mismo? ¿Participo, según mis posibilidades, en la promoción de la justicia, la honestidad de las costumbres, la concordia y la caridad? Si alguien me ha injuriado, ¿me he mostrado dispuesto a la paz y a conceder, por el amor de Cristo, el perdón, o mantengo deseos de odio y venganza?
Este examen de conciencia nos prepara y nos ayudará, si así lo necesitamos, a vivir luego el sacramento de la reconciliación.
JESÚS INTERCEDE POR EL PUEBLO.
Después de su Transfiguración, Jesús continúa con su servicio al Reino, anunciándolo y haciéndolo presente con sus palabras y sus hechos (Lc 13, 1-9). Ahora se dirige hacia Jerusalén, camino que no dejará hasta encontrarse con la cruz. En ese camino le informan de dos situaciones violentas: la matanza de unos galileos a manos de Herodes y la muerte de 18 personas bajo los escombros de una torre. Ante estas noticias, trágicas como las de hoy, Jesús revela que Dios no es vengativo sino misericordioso.
El pueblo de Israel fue comparado muchas veces con una higuera. Israel tenía que dar los frutos de la hermandad, pues ese fue su compromiso con Dios en la antigua Alianza. Pero Dios, que aparece como el dueño que quiere recoger los frutos de la higuera, no los encuentra, porque se ha roto la hermandad entre los miembros de su pueblo: ha crecido la injusticia, el pobre ha sido olvidado, la violencia está a la orden del día y muchas otras situaciones. Piensa en cortar la higuera para que no siga chupándole inútilmente la vida a la tierra. El viñador aparece como intercesor de su pueblo; tenemos que pensar que se trata de Jesús, que le pide otra oportunidad para aflojar la tierra, abonarla y regarla, con la esperanza de que sí dé sus frutos.
Lo que en el fondo está expresando Jesús es que Dios nos da otra oportunidad para cambiar de vida. Si no nos arrepentimos, si no nos convertimos a Dios y su proyecto de vida digna para todas las personas, vendrá la muerte definitiva, la muerte eterna. Jesús intercede por nosotros. En esta Cuaresma quiere trabajar en nuestro corazón para ablandarlo, para abonarlo con su Palabra de vida, para regarlo con los sacramentos, especialmente la Reconciliación y la Eucaristía. Esto lo hace con la esperanza de que demos los frutos de paz y reconciliación en nuestros días.
Así nos lo señalan nuestros Obispos, cuando expresan: «Acoger el don del perdón que Dios nos ofrece de manera gratuita en su Hijo Jesucristo, nos dispone a la reconciliación, es decir, a establecer nuevamente relaciones saludables con el mismo Dios, con los demás, con el entorno y consigo mismo. De esta experiencia nace la moción natural a reparar, en la medida de lo posible, el daño causado; sin embargo, nada que uno pueda hacer se equipara con la altura, anchura y profundidad del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo (Cf. Ef 3,18-19). Reconciliados con Dios y con el prójimo, los discípulos somos mensajeros y constructores de paz y, por tanto, partícipes del Reino de Dios (Cf. Mt 5,9» (No. 155).
Estos son los frutos que Dios espera de nuestra comunidad.
NUESTRO COMPROMISO: CONVERTIRNOS PARA DAR FRUTOS DE PAZ Y RECONCILIACIÓN.
Los Obispos de nuestro país nos recuerdan que el cumplimiento de la misión que tenemos desde el Bautismo nos tiene que llevar a dar frutos duraderos: «Los discípulos de Jesucristo no podemos olvidar la finalidad de la misión que nos ha sido confiada: «los he destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca» (Jn 15,14)» (No. 157).
Dos de los frutos que se esperan de los discípulos de Jesús, frutos que son signos de que estamos en proceso de conversión hoy, son la reconciliación y la construcción de la paz: «La misión apostólica que el Señor nos ha confiado comienza con el anuncio de la paz: «cuando entren a una casa, digan primero: paz a esta casa» (Lc 10,5-6). Este saludo, que tiene su origen en el «shalom» de los judíos, tiene un significado muy profundo que no tiene su fuerza en la ausencia de conflictos sino en la presencia de Dios con nosotros, augurio y bendición, deseo de armonía, de integridad, de realización, de unidad y bienestar. Este saludo, conservado en la liturgia, implica asumir el compromiso de recorrer el camino que lleva a la restauración de la armonía en las relaciones entre los hombres y con Dios. En este camino se asocia el perdón que pedimos a Dios con el que damos a los hermanos (Cf. Mt 6,12)» (No. 158).
Trabajar por la construcción de la paz, lleva a conseguir el bien común, a vivir en la verdad, a lograr la justicia y a experimentar la libertad a lo interno de las familias, en las comunidades y en la sociedad. No debemos permitir que se siga secando la vida de nuestro país, ni que la paz y la reconciliación estén ausentes.
Veamos: ¿Qué vamos a hacer como comunidad para trabajar porque la paz y la reconciliación sean realidad entre nosotros? (tomar un acuerdo concreto).
CEPS
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