Ciclo A, 14° Dom.Ord., 6 de Julio de 2008
“Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”
(Mt 11, 28)
El Señor ha iniciado la predicación y la vivencia del Reino de los Cielos. Él mismo es el evangelio del Reino. Pero, ¡qué difícil es comprenderlo, asimilarlo y vivirlo! Para que podamos decir que ya estamos viviendo el Reino es porque ya estamos viviendo la Comunión y la Caridad. Si comprender el significado de estos términos es difícil, ¡imaginemos lo complicado en poder vivirlos! Hoy, el Señor nos hace una revelación: Que sólo revela los misterios del Reino a las personas sencillas y humildes.
En esta nueva época que estamos viviendo en la historia, somos testigos de la pobreza, la desintegración y violencia familiar, y de una gran cantidad de divorcios. Vemos también que la Iglesia está en crisis: Cada vez menos sacerdotes, cada vez más católicos alejados; vemos a una Iglesia cada vez más centralista, tecnócrata y con gran riesgo de enredarse en el poder; poco misionera y muy alejada de la realidad de sus miembros. ¿El motivo? No hemos sido lo suficientemente Sencillos y Humildes para ser dignos del Reino. La humildad es reconocer la misericordia de Dios y la dignidad y derechos de los otros; la sencillez es vivir libre de toda atadura que me impida vivir la comunión y la caridad.
En el Documento de Aparecida los Obispos escribían que, frente a la realidad crítica que nos ha tocado vivir, es necesaria una renovación eclesial en lo espiritual, pastoral e institucional (# 367). La Iglesia “tiene como misión propia la Palabra, los Sacramentos y practicar la caridad” (# 386); es más, debiera ser “abogada de la justicia y defensora de los pobres” (# 395). En una palabra, el Señor nos llama a ser “pobres para servir al pobre” (# 540). Esto es lo difícil, por eso necesitamos de una conversión no sólo personal, sino también pastoral. Si no somos pobres como el Maestro, seguiremos ocupando todavía los primeros lugares del banquete.
Cuando logramos la conversión, uno de los signos es la evangelización y solidaridad con los pobres. Se trata de una evangelización liberadora, es decir, que transforma sus vidas de una vida infrahumana a una vida más humana y plena en Jesucristo (DAP 257).
Agustín, Pbro.
“Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”
(Mt 11, 28)
El Señor ha iniciado la predicación y la vivencia del Reino de los Cielos. Él mismo es el evangelio del Reino. Pero, ¡qué difícil es comprenderlo, asimilarlo y vivirlo! Para que podamos decir que ya estamos viviendo el Reino es porque ya estamos viviendo la Comunión y la Caridad. Si comprender el significado de estos términos es difícil, ¡imaginemos lo complicado en poder vivirlos! Hoy, el Señor nos hace una revelación: Que sólo revela los misterios del Reino a las personas sencillas y humildes.
En esta nueva época que estamos viviendo en la historia, somos testigos de la pobreza, la desintegración y violencia familiar, y de una gran cantidad de divorcios. Vemos también que la Iglesia está en crisis: Cada vez menos sacerdotes, cada vez más católicos alejados; vemos a una Iglesia cada vez más centralista, tecnócrata y con gran riesgo de enredarse en el poder; poco misionera y muy alejada de la realidad de sus miembros. ¿El motivo? No hemos sido lo suficientemente Sencillos y Humildes para ser dignos del Reino. La humildad es reconocer la misericordia de Dios y la dignidad y derechos de los otros; la sencillez es vivir libre de toda atadura que me impida vivir la comunión y la caridad.
En el Documento de Aparecida los Obispos escribían que, frente a la realidad crítica que nos ha tocado vivir, es necesaria una renovación eclesial en lo espiritual, pastoral e institucional (# 367). La Iglesia “tiene como misión propia la Palabra, los Sacramentos y practicar la caridad” (# 386); es más, debiera ser “abogada de la justicia y defensora de los pobres” (# 395). En una palabra, el Señor nos llama a ser “pobres para servir al pobre” (# 540). Esto es lo difícil, por eso necesitamos de una conversión no sólo personal, sino también pastoral. Si no somos pobres como el Maestro, seguiremos ocupando todavía los primeros lugares del banquete.
Cuando logramos la conversión, uno de los signos es la evangelización y solidaridad con los pobres. Se trata de una evangelización liberadora, es decir, que transforma sus vidas de una vida infrahumana a una vida más humana y plena en Jesucristo (DAP 257).
Agustín, Pbro.
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